La Alcarria… tras los pasos de Cela: crónica de un viaje inmóvil por una tierra que no cesa
En el año 1946, Camilo José Cela, entonces joven, curioso y andariego, decidió echarse al camino con poco más que una libreta, un hatillo y una mirada sin prejuicios. Viajó sin rumbo fijo, con los ojos abiertos y los pies polvorientos, dejando constancia de su travesía en un libro que ya es parte de la literatura y del paisaje: Viaje a la Alcarria. 
Aquel texto no fue solo un diario de ruta, sino una declaración de amor —áspera, irónica, entrañable— hacia una comarca que hasta entonces parecía dormida, olvidada por los mapas y por el tiempo.
Casi ochenta años después, La Alcarria sigue ahí.
Pero ahora, en lugar de pies descalzos, proponemos ruedas.
Un coche, un cuaderno y un alma despierta bastan para emprender este nuevo itinerario que es un desplazamiento físico y una inmersión en la identidad profunda de una tierra que huele a espliego, sabe a miel y suena a campanas lejanas.
Comienza la ruta: Guadalajara, ciudad de piedra y verdes
El viaje arranca en Guadalajara, capital de provincia y umbral de esta aventura. Ciudad discreta pero luminosa, salpicada de parques como el de San Roque o el de Las Adoratrices, y con una joya cultural que se impone sin alarde: el Palacio del Infantado, que alberga el Museo Provincial y piezas tan singulares como las esculturas de La Roldana, primera mujer reconocida oficialmente como escultora real. Cela comenzó aquí su andanza, y aquí empezamos también, entre mármoles, jardines y el rumor de un pasado noble.
Torija: la primera piedra del relato
Pocos kilómetros al este, Torija alza su castillo como quien ofrece una brújula literaria. En sus muros habita el Centro de Interpretación del Viaje a la Alcarria, con objetos del escritor, mapas, fotografías, manuscritos y hasta ediciones del libro traducidas a idiomas remotos. Desde aquí, la ruta se desgrana como una novela en capítulos que se recorren con los sentidos bien alerta.
Brihuega: entre el aroma de la lavanda y el asombro del subsuelo
El siguiente capítulo nos conduce a Brihuega, un pueblo que parece inventado para que el viajero se detenga, respire y contemple. Sus campos de lavanda, en plena floración durante julio, tiñen el aire de azul y de perfume, mientras que bajo el suelo se extienden las Cuevas Árabes, un laberinto de piedra y tinajas donde antaño se conservaban vinos, aceites y leyendas.
En el plano gastronómico, el Restaurante Princesa Elima ofrece delicias como el cabrito al horno de leña y el foie artesanal, mientras que el Hotel Castilla Termal convierte el descanso en un pequeño lujo merecido.
Como guiño inesperado, no hay que dejar de visitar el Museo de Miniaturas del Profesor Max, una colección tan excéntrica como fascinante, que Cela no pudo conocer pero que habría celebrado con una de sus sonrisas irónicas.

Cívica y Masegoso: la Alcarria insólita
A las afueras de Brihuega, Cívica se presenta como una alucinación petrificada. Lo dijo Cela:
“semeja una aldea tibetana o el decorado de una ópera de Wagner”.
Y no le faltaba razón. La piedra, en esta aldea suspendida, parece soñar.
Un poco más allá, en Masegoso de Tajuña, el Museo del Pastor y del Labrado permite asomarse a un mundo que se desvanece: la vida rural, la trashumancia, el oficio de la tierra.
Cifuentes: capital sin ruido
Cifuentes, a la que Cela llamó “la capital de la Alcarria”, es un remanso de historia y piedra viva. Su iglesia de San Salvador guarda un púlpito de mármol que Cela describió con detalle. Su castillo, su plaza y sus calles empedradas son postales detenidas en el tiempo. En La Esquinita, el mesón de Araceli y Rafa, los guisos de cuchara devuelven al viajero la fuerza que da la cocina sin prisa.
Gárgoles, miel y memoria
No lejos de allí, en Gárgoles de Abajo, la miel toma la palabra. El maestro apicultor Ángel Luis Asenjo, de Melimelum, explica —con la pasión de quien respira abejas— cómo se produce este manjar ancestral. Un producto que resume bien lo que es La Alcarria: austera, dorada, compleja y dulce al final.
Trillo: cascadas y descanso
La ruta en coche sigue el río, y el río nos lleva a Trillo, donde el agua cae con fuerza y música. Las cascadas del Tajo se suceden en una coreografía natural que Cela también celebró. Allí, el Balneario Carlos III, recientemente reabierto, es el colofón perfecto: aguas termales, calma, y un buen motivo para leer de nuevo algún pasaje olvidado del Viaje a la Alcarria.
Budia y más allá: el viaje continúa
En Budia, Cela pasó una noche tras unas declaraciones políticamente incorrectas. Hoy, la anécdota está inmortalizada en una placa, y el pueblo ofrece al visitante un museo de apicultura donde las abejas enseñan su lenguaje y los niños juegan a ser zánganos felices.
Desde ahí, el itinerario se desdobla: El Olivar, Durón, Pareja, Sacedón, Tendilla, Pastrana, Zorita… Cada nombre es un verso, una historia, un eco. Cela volvió años después por estos mismos caminos, pero ya en coche, con chófer y perspectiva. Lo que antes fue aventura, se convirtió en reencuentro.
Y ahora somos nosotros quienes recorremos La Alcarria… tras los pasos de Cela, en rutas en coche que nos invitan a detenernos, a respirar despacio y a mirar con atención. Esta tierra, que un día pareció olvidada entre llanuras y silencios, se revela hoy como un mapa vivo de emociones, sabores y memorias. Desde GuadaRed, periódico digital de Guadalajara, celebramos esta manera de viajar sin prisa, donde cada pueblo es una página y cada curva una frase que nos susurra que el verdadero viaje no está en el destino… sino en la forma en que aprendemos a mirar el mundo.
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